Mariana bajo al comedor diario y prendió el televisor y un
cigarrillo. Ernesto chateaba en la computadora. Paso de un canal a otro sin
saber qué miraba. Solo quería que pasara el tiempo, que ya fuera el día
siguiente, y el otro, y el otro, y por fin el día en que se olvidara de quiénes
habían sido sus hijos, y de dónde venían. Sobre todo la nena. Pedro era otra
cosa, tenía apenas tres meses. Enseguida se le borrarían los olores, un aliento
particular, una voz, un latido, un golpe. A su bebe lo iría haciendo a su
medida. A la nena no. Sus ojos habían visto demasiadas cosas. Se le notaba. A
Mariana le costaba mantenerle la mirada, le daba miedo. Como si esos ojos oscuros
le pudieran mostrar lo que alguna vez vieron.
Claudia Piñeiro, Las viudas de los jueves
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