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En 2001 yo estaba escribiendo Colonia, una novela que es algo así como una representación a escala (todo transcurre en una incierta institución uruguaya) de un sistema social y sus taras. Pero de pronto, como la señal más intensa de que la convertibilidad de Domingo Cavallo se caía a pedazos y dejaba violentamente a la vista el desquicio y el empobrecimiento social que había producido, las plazas fueron tomadas por gente sin trabajo y sin techo, y poco después la ciudad entera era un aquelarre. La crisis estalló con 39 muertos en la Plaza de Mayo y el Congreso. Entonces dejé de escribirColonia y escribí Puerto Apache. En ese libro, hoy inconseguible, se cuenta la ocupación de varias hectáreas en la zona norte de la Reserva Ecológica, pegadas al Yacht Club. Gente de otras villas y gente sin un lugar dónde dormir se apoderaban del terreno, loteaban y se daban las bases de un orden, tal como como hoy lo han hecho los ocupantes de Soldati. En aquel momento no estaba Macri, ni para mandar a su enclenque Policía Metropolitana ni para hacerse el arrepentido después y mandar 40 (¡40!, como si fueran demasiados para más de 1000 familias) baños químicos. Puerto Apache pasó sin pena ni gloria entre críticos y suplementos. Sólo le prestaron atención los lectores que siguen esperando que la ficción tenga que ver con algo más que con la volubilidad de sus autores. Y no fueron pocos. Pero los iluminados de siempre no sólo acusaron al libro de innecesario sino que además señalaron que la tapa (un hombre y un chico cartoneando) espantaba lectores porque ya nadie quería oír ni leer una sola palabra más sobre la crisis.
Todavía no se sabe bien ni cuántas personas ni cuántas familias son. Todavía no se sabe bien ni cuántos heridos ni cuántos muertos hay en el Parque Indoamericano de la ciudad de Buenos Aires. Las cifras iban de 200 a 1500 familias. Y de tres a cuatro muertos. Pero el último tampoco se sabe bien. Tres muertos, entonces, ¿y un muerto desaparecido? ¿Y sus nacionalidades? Seguro que hay argentinos, gente procedente de otras villas y gente sin techo. Seguro que hay bolivianos y paraguayos. Y que los muertos son de ellos: de los extranjeros. Ya tampoco se sabe bien cuáles son las palabras políticamente correctas para nombrarlos. Pero seguro que no son las de Mauricio Macri, que acusó de la usurpación a las mafias del delito y el narcotráfico. Porque esto sí se sabe: Macri es xenófobo, autoritario y de armas pedir.
Aníbal Fernández, el jefe del gabinete nacional, lo acusó entonces de incitación a la violencia. Pero ¿queda exento el jefe de gabinete de la incitación cuando manda a la Policía Federal para que colabore con la Metropolitana en el desalojo del Parque? Y si no está exento, Aníbal Fernández, y esto le cuesta la renuncia que aparentemente le pediría la presidenta, ¿quién se la pide a Macri?
Esta es la realidad.
O es lo que parece.
Una realidad que se dibuja según el diario que se lea y, sobre todo, según quiénes sean los voceros de la derecha liberal, que es el segmento político dominante en los medios. No en vano Mario Vargas Llosa (con ese sentido inalterable de la oportunidad que lo llevó a perder las elecciones de 1990 en Perú y lo obligó a un regreso vergonzante a la literatura) dijo un día antes de su discurso de aceptación del Premio Nobel en Estocolmo: “Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas pseudo democracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua”.
Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia, respondió con un protocolar sentido de realidad que Vargas es un político fracasado.
La literatura argentina, en los primeros diez años del siglo, ha dado pocas muestras de interés o de sensibilidad por la llamada realidad política. Y en general la mayoría de esas muestras no salió bien parada en el juicio de un campo intelectual minado por la posmodernidad y por sus propias confusiones. En uno de los extremos más razonables de la renuncia a los relatos sociales se encuentra sin duda La villa, de César Aira, publicada en 2001, un ejercicio que intenta combinar las ideas de Aira sobre la ficción pura con el realismo. Otros libros se internaron en historias de raros amores, extravagantes personajes o alternativas fantásticas y paródicas. Sin hablar de los libros celebrados por el liberalismo de derecha por ser políticamente incorrectos.
Apenas ocho años después, en otro marco institucional, vuelve a estallar una crisis: gente en la calle o que quiere migrar de villas hiperpobladas, nativos y extranjeros, ocupan un predio cubierto de malezas y yuyos que lleva el nombre pomposo de Parque Indoamericano. De inmediato fueron agredidos por la Policía Federal, por la Policía Metropolitana, y por los sectores más temibles de los vecinos de Soldati.
Tres muertos confirmados.
Un muerto desaparecido.
Muchos heridos.
Un hombre con la cara destrozada que llenó las pantallas de los televisores…
Y entonces:
¿Quién gobierna Buenos Aires?
¿Realidad y ficción no tienen nada que ver?
Los escritores argentinos ¿están ocupados?
¿O quizás habrá que esperar que los jóvenes y muy jóvenes escritores terminen de reprogramar el escenario en el que transcurrirá por fin la literatura argentina de hoy?
Juan Martini .-
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