-¿De qué se me acusa? –preguntó,
ásperamente. Esa situación no había sido provocada por él, por lo que aún
viéndose en desventaja, no sintió el más mínimo deseo de ser agradable. Al
contrario, sintió que, más que nunca, debía rebelarse y confrontar.
Los tres jueces se mantuvieron
impertérritos en sus sillones, aunque sus miradas, lejos de ser severas, eran
contemplativas, tranquilas pero atentas.
Con deliberada parsimonia, el juez
supremo, un anciano totalmente canoso y de tupida barba, que le confería aspecto
venerable, leyó la acusación:
-De no esforzarse en su relación con las
demás personas. De demostrar desinterés hacia la gente y el mundo en general, y
también de fingirlo. De ser poco comunicativo, deliberada-mente desagradable, y
haber adoptado una actitud cínica al respecto, de manera que lo haga verse,
como se dice usualmente, un “superado” –hizo una pausa -. Esos son los cargos.
El acusado se mostró menos desconcertado
que molesto. Esto notaron los tres jueces; que era más el fastidio que le
provocaban los cargos, que preocupación o dolor. No era la reac-ción más común
que se pudiera esperar, pero era comprensible en un recién fallecido, por
accidente y de manera instantánea. Y en un hombre convencido de no deberle nada
a nadie.
Reafirmó esas observaciones cuando
expresó:
-No entiendo esas acusaciones, señores del
jurado. Ustedes hablan de eso como... –rió bre-ve y ahogadamente -. Como si
fuera algo realmente malo.
Tanto el anciano, como el hombre y la
mujer que lo acompañaban, esbozaron gestos de contrariedad. El anciano
comprimió los labios, el hombre a su derecha torció la boca, y la mujer se
mordió un labio.
Fue el hombre de la derecha el que habló
luego:
-¿Usted sabe que... en teoría, al menos,
la vida consiste en su mayor parte en obtener afec-tos?
-Sí –fue la rápida respuesta.
-¿Y no ve nada de malo en ser
deliberadamente desagradable con la gente?
-No, porque no dañé a nadie.
-Pero sí actuó de una manera que demuestra
falta de afecto hacia la humanidad en general.
-O sea que esa es la acusación de base.
-Podría decirse que sí.
-A modo de defensa, puedo decir que nunca
pude ser de otro modo. En todo caso, vine fa-llado de fábrica –dijo con ironía.
-¿Le parece?
-Sí. Soy parte de esa minoría con
problemas para relacionarse con los demás –respondió el muerto. Y, súbitamente,
casi sin pensarlo -. Soy un discriminado.
-¿Por qué dice eso? –intervino la mujer,
de rostro angelical y expresión preocupada, de quien intenta ser comprensivo.
-Porque mi vida no tuvo las oportunidades
que tuvieron otras personas de conseguir afecto – argumentó, aunque su voz no
sonó muy segura, como si se hubiera arrepentido de comen-zar la frase.
El silencio en el jurado acentuó su
inseguridad. Finalmente, la mujer respondió:
-Conocemos la vida de las personas que
ingresan, y sabemos que la suya no tuvo ningún aspecto que lo haya reprimido de
buscar y dar afecto.
-¿Eso no debería decidirlo yo? –rebatió,
aunque ya comenzaba a sentirse vencido.
Luego de una risita, típica en quien busca
suavizar una frase tajante, la mujer respondió:
-No, lo decidimos nosotros.
El acusado resopló con suavidad.
-Entonces, ¿para qué estoy aquí? Si ya me
conocen perfectamente bien, y tienen una idea definida de mí. ¿Algo de lo que
yo diga va a cambiar mi suerte?
-Es una oportunidad que le damos a todo el
que ingresa aquí –respondió el hombre de la derecha -. De explayarse
y defenderse, para ver si puede cambiar en algo su destino.
-Bien. Pero, con todo respeto, repito la pregunta:
¿qué queda para mí decir? Quise defen-derme, y rechazaron de plano mi defensa.
-No sea apresurado –intervino el anciano -. Todavía
falta. Y tenga en cuenta que hay cosas que escapan de nuestra órbita de comprensión.
Como todo lo inherente al ser humano, hay cosas que no tienen explicación.
Usted puede echar luz sobre ellas, en algunos aspectos de su vida que no se
terminan de comprender. Es una persona inteligente, sus motivos deben ser
valederos, y los tendremos en cuenta para el veredicto final.
Esa frase tranquilizó al acusado. Y el
reconocimiento de su inteligencia le agradó, recon-fortante como un refugio
cálido en medio de un día frío.
-Bien –dijo -¿Por dónde comenzamos,
entonces?
-Por donde usted quiera.
-¿Por dónde yo quiera?
-Sí, ya los cargos están hechos, usted es
su propio abogado defensor, y puede decir lo que le parezca en su favor. Eso
sí, ayudaría si fuera completamente sincero.
Por primera vez, el acusado emitió una
sonrisa.
-De eso no tenga dudas –dijo con tono
rebosante de seguridad.
Acto seguido, adoptó una expresión
reconcentrada, con los ojos fijos en la mesa delante suyo. Se mantuvo así unos
minutos, en un torbellino de actividad mental, casi sin darse cuenta del tiempo
que estaba pasando, hasta que habló:
-Tuve una niñez difícil. Era muy distinto
a todos los que me rodeaban. Comprendía mucho mejor las cosas que los demás.
Eso, lejos de... volverme querible ante la gente, hacía todo lo contrario. Eran
muy pocos los que querían hablar conmigo, y menos los que me enten-dían. Mi
niñez fue un mundo de incomprensión.
-Mh –asintió el anciano, en una pausa.
-Era muy rechazado por los chicos de mi
edad, y solamente recuerdo como positivo de e-sos años el apoyo de mis maestras,
que veían en mí algo diferente al resto, pero para
bien.
El silencio del jurado lo invitó a seguir.
El acusado se sintió cada vez más a gusto en su a-locución. Comprendió,
mientras ordenaba sus pensamientos para seguir hablando, que tenía que expresarse
con total libertad por primera vez en su existencia (ya no terrenal). Sería lo
mejor que podía hacer.
-Además, era mediocre para los deportes, y
tenía un aspecto físico que hacía que algunos se burlaran de mí....
-¿Quiénes son esos algunos? –interrumpió
el juez de la derecha.
-Chicos de mi edad, que yo conocía en esa
época. No eran todos, por supuesto, pero si los suficientes para volverme un
acomplejado.
-Sí, está bien. Siga, por favor.
-Malo para el deporte, de inteligencia
demasiado aguda para mi edad, de aspecto tonto, se-gún decían muchos. Mi niñez
fue pésima –dijo, con voz cargada de seguridad, lejana al re-sentimiento, una
voz que sentía inobjetable.
Los tres jurados asintieron con sus
cabezas, gravemente. Si saben tanto de mi vida, pensó fugazmente el acusado, no
pueden dudar de lo que hablo.
La mujer puso sus manos en un gesto que lo
invitó a detenerse, amablemente, y lo interpe-ló:
-¿Puede ser que a pesar de todo lo que
dice, usted se sintiera demasiado superior a ellos... a sus compañeros de
colegio y amigos de ese tiempo? ¿Tanto más inteligente que ellos eran dignos
de... desprecio, quizá?
-Sí, puede ser -admitió.
El anciano intervino inmediatamente:
-O sea que era un incomprendido y un marginado,
pero también despreciaba a la gente que lo rodeaba.
-Sí, así es. Al principio no lo era tanto,
pero a medida que pasaron los años, no sólo los desprecié en silencio, si no
también abiertamente. Dejé de tratar con mis conocidos, y me quedé casi completamente
solo, en mi adolescencia.
-Mh, ya llegamos a la adolescencia. ¿Fue
una etapa solitaria? –preguntó la mujer.
-Como ya le dije, muy solitaria.
-¿Fue una decisión fácil separarse de la
mayoría de sus conocidos de ese entonces?
-Fue natural, sentía que no me querían y
estaba de más en los grupos que integraba. No te-nía sentido seguir con ellos.
-¿Y no se le ocurría pensar que las otras
personas sufrían la misma incomprensión y falta de afecto que usted, pero a
pesar de todo la soportaban, y trataban de socializar con los de-más?
-Sí, llegué a esa conclusión con los años.
Mucha gente se siente incomprendida y poco querida. Pero se callan y resisten,
para amoldarse al mundo y no quedar solos. ¿A eso apun-ta la pregunta?
-No exactamente, pero va en esa dirección.
Y otra pregunta sería, ¿porqué ellos resisten y usted no lo hizo?
-No sé –respondió.
-Tendría que saberlo, es su última chance
de hablar ante el mundo.
-¿Ante el mundo?
-Sí.
La respuesta fue casi automática, en esta
oportunidad.
-Me alejé porque no quise luchar, ni
hacerme valer, ni demostrar nada. Simplemente no pude hacerlo. No pude decir
“aquí estoy, estas son mis ideas”. Me sentí tan incomprendido que me alejé –
sonrió amargamente, antes de proseguir -. No tuve en cuenta que el destino de
mucha gente es la incomprensión, y que así y todo luchan por lo que piensan.
Simple-mente... me cansé y me alejé de la humanidad –concluyó, con amargura
infinita, en tono ca-da vez más bajo.
-¿Considera a esto su gran error?
–preguntó el anciano.
-No. Considero que no pude actuar de otra
manera. No pude, no supe... aprendí de grande, y ya era tarde.
-Ya llegamos a la adultez -apuntó la mujer
-. ¿En esta etapa comenzó a sentirse culpable por no haber sabido relacionarse
con la gente que lo rodeaba en la niñez y adolescencia?
-Creo que nunca me culpé a mi mismo. Culpé
al mundo miserable que me rodeaba. Yo al menos pensé que había sido... bueno.
-Fue bueno por inacción. Pero sus sentimientos
han sido de lo peor –amonestó el hombre de la derecha -. Y se alegró de la
desgracia ajena, aunque nunca lo expresó.
-¡Bueno, al menos lo intenté! ¡Intenté ser
un buen tipo, recluyéndome en la soledad! –exclamó el acusado, que había pasado
del placer de poder expresarse libremente al cansan-cio de aquellas crudas
preguntas. Allí estaba toda la verdad, pero ¡qué dura era!
-Los malos pensamientos son pecado, aunque
no haya dañado físicamente a nadie –obser-vó el anciano.
-Su desprecio hacia el mundo nació de su
propia debilidad por no enfrentarse a él, al igual que su soledad –acotó el
hombre de la derecha.
-¿Es mi culpa ser débil, y los demás ser
más insensibles? –preguntó, casi desesperado, el acusado.
-No. No es culpa de nadie –reconoció el
anciano.
-Dios ha creado seres bastante
imperfectos, ¿no les parece? El mundo es un lugar horri-ble, y la vida también.
Jamás voy a culparme a mí mismo de no haberlos aceptado. Dema-siado aguanté en
él, haciendo lo mejor que podía –expresó el acusado, esta vez con firmeza.
-Es cierto, fue bastante generoso, y
aunque distante, fue correcto y amable- concedió la mujer.
-Al menos traté.
-También hizo gala de un sentido del humor
admirable.
El acusado se rió apagadamente.
-Sí.
-Aunque su humor provenía de su amargura y
su ingenio, no de la alegría, divirtió a mu-cha gente, sabiendo que lo hacía.
-Así es.
-En su vida de adulto, encontró su lugar
en el mundo, la agencia de publicidad. Allí se rea-lizó como persona y hasta
hizo a su único amigo en el mundo, José Manuel –detalló el hombre de la
derecha, en tono informativo.
-Mh, sí –asintió, invitando con la mirada
a su interlocutor a seguir hablando.
-Pero nunca fue feliz, ni aun en los más
gratos momentos. Siempre pensó en lo malo, en lo peor del pasado, y lo arrastró
como carga por la vida. No supo olvidar.
-No.
-Se puso de novio, se casó con una mujer a
la que nunca amó pero por la que se supo ama-do. Usted se consideraba a sí
mismo incapaz de amar.
-Sí.
-Aunque sí amó a su hija. Fue la única
persona que amó realmente.
-Ahá –volvió a asentir débilmente el
acusado, pensado con amargura que hasta en ese jui-cio final le hacían sentir
culpable de su falta de amor. Cada uno era como era... muy dentro suyo quiso
gritar basta... pero no tenía fuerzas. De repente, se sintió como en uno de
esos días en los que deseaba desaparecer de la faz de la tierra, y que de él no
quedara nada, que nadie volviera a reencarnarse en su pensamiento, sufrir lo
que él había sufrido.
El anciano volvió a hablar, mirándolo con
gravedad:
-Tuvo una muerte como la que hubiera
querido. Rápida, indolora. Una existencia sin gran-des privaciones, un trabajo
como el que hubiera querido, familia, un éxito modesto... una vida normal.
Siempre quiso más, pero se sintió relativamente conforme con lo que tenía. Con
el tiempo aprendió a comprender a la gente, ser más compasivo, y no sentirse
tan su-perior. Es una pena que no haya vivido más años, hubiera llegado a la
conclusión que había tenido más felicidad de la que creyó.
El acusado guardó silencio y emitió un
pequeño suspiro. Pensó que el juicio llegaba a su fin.
-¿Algo más? –preguntó.
-No –respondió el presidente del tribunal.
En ese momento, tuvo deseos de preguntar
cuál era el verdadero sentido de la vida, del sufrimiento, de todas las cosas
que jamás había entendido. Pero el anciano se anticipó:
-No pregunte, hay cosas que no tienen
explicación. Son esas cosas a las que usted le prestó excesiva atención, en
lugar de aceptarlas naturalmente. Adiós.
En ese momento, comenzó a perder
conciencia de todo. El tribunal desapareció de sus o-jos, y sintió que perdía
conciencia, hundiéndose en la inexistencia, la nada. En su último se-gundo,
sintió un terror ilimitado ante ese destino tan diferente a la infelicidad a la
que tan celosamente se había aferrado.
Diego Genini